El temor que sembramos
Por Ruben Dario GV
Al iniciar la semana, conviene detenerse un instante en el estudio de la violencia, pues tras cada episodio cruel se filtra un miedo silencioso que, como un virus, contamina cada rincón de nuestra convivencia. No se trata solo de vidas arrebatadas o bienes destruidos, la esencia de toda seguridad radica en la confianza mutua, esa confianza que, una vez quebrada, tarda generaciones en recomponerse y, a veces, jamás vuelve a ser la misma.
La delincuencia no nace de una maldad innata, sino de la ruptura de un contrato social. Vivimos en entornos donde la inequidad económica y la ausencia de oportunidades forman un espinoso jardín de desesperanza. Cuando los anhelos de progreso chocan con muros infranqueables, la anomia (esa desconexión entre metas legítimas y medios viables) empuja a muchos hacia el camino prohibido. La necesidad, el resentimiento o incluso la búsqueda de identidad pueden convertir al delito en una elección aparente.
Los estudios de neurociencia social nos enseñan que el miedo prolongado activa permanentemente nuestro sistema de alerta, el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal entra en una carrera sin meta, disparando cortisol y reforzando la sensación de vulnerabilidad. Así, nuestras reacciones se tornan defensivas, rejas en las ventanas, rechazo al vecino foráneo y una creciente apatía colectiva. Cada acción defensiva erosiona el capital social, esa red invisible de solidaridad que sostiene el tejido de la comunidad.
Pero el miedo no solo afecta al ánimo; golpea con fuerza el pulso económico. Ante un alza de la violencia, las empresas suspenden inversiones, el turismo busca destinos más apacibles y el Estado redirige recursos de salud y educación hacia la contención policial. El resultado es un círculo vicioso, menos empleo, menor crecimiento y escasos fondos para romper el ciclo delictivo. Cada disparo en la noche pesa en el bolsillo colectivo.
No obstante, ningún individuo carece de libertad de elección. El filósofo Thomas Hobbes definió el contrato social como la cesión de parte de nuestra libertad a cambio de protección mutua. Cuando un actor violento traiciona ese pacto, no solo desafía la ley, socava la promesa de convivencia que da sentido a todo grupo humano.
Aun así, la ecuación del miedo no es irreversible. Programas de reinserción que combinan formación laboral, diálogo comunitario y apoyo psicológico han demostrado su eficacia en la reconstrucción de lazos y la reducción de la reincidencia. Apostar por la prevención antes que por la represión es invertir en esperanza y en la reconciliación del individuo con su entorno.
“Provocar terror con la violencia es como arar con fuego un campo donde todos vivimos; quien siembra espinas para herir al otro, acaba encadenado a la misma desolación que quiso infligir.”
El desafío del presente consiste en comprender que la violencia de unos repercute en el destino de todos. Cada esfuerzo por disminuir la desigualdad, abrir rutas legítimas al progreso y fortalecer el tejido social no es un gasto superfluo, sino la inversión más sólida en nuestro futuro colectivo. Porque el terror que sembramos hoy será la cosecha amarguísima que nuestros hijos habrán de enfrentar mañana.
Disfruten de la semana, y si la vida nos lo permite, nos leemos la próxima. |