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Sábado 23 de agosto de 2025
Cuando la multitud llora y ríe

Actualizado: 2025-08-05

Cuando la multitud llora y ríe


Por Ruben Dario GV


Continuamos como cada semana con esta columna, explorando aquello que nos une como individuos y al mismo tiempo nos define como comunidad. Desde las plazas de nuestras ciudades hasta el zumbido incesante de las redes sociales, hemos observado con asombro cómo una chispa de entusiasmo o un estallido de indignación se extienden con la fuerza de un huracán. ¿Qué hace que una sociedad, aparentemente compuesta por voluntades independientes, se mueva al compás de una misma emoción? La respuesta yace en lo que hoy conocemos como emociones colectivas, estados afectivos compartidos que moldean nuestro comportamiento en masa.


La idea no es nueva. A finales del siglo XIX, Gustave Le Bon advirtió que, al fundirse en una “masa”, los individuos cedían parte de su juicio crítico para sucumbir a impulsos comunes. Por su parte, Émile Durkheim acuñó el concepto de “conciencia colectiva” para describir ese entramado de valores y sentimientos que trascienden a la persona y sostienen la cohesión social. Ambas perspectivas sentaron las bases de un campo interdisciplinario en el que convergen psicología, sociología y neurociencia.


En el terreno de la neurociencia social, el hallazgo de las neuronas espejo cambió nuestra mirada, al observar a alguien experimentar una emoción, parte de nuestro cerebro se activa como si fuéramos nosotros mismos. Esa resonancia neuronal allana el camino para la empatía y el contagio emocional. Basta un rostro jubiloso en una transmisión en vivo, o un puñado de tuits teñidos de alarma, para que un grupo entero comparta alegría o ansiedad en cuestión de minutos.


La era digital ha elevado el contagio emocional a una escala sin precedentes. Si antes los medios tradicionales diseminaban mensajes con gran alcance, hoy las redes sociales actúan como acelerantes. Un tuit puede viralizarse en segundos; un video emotivo puede estremecer a millones; un grito de júbilo o un lamento colectivo puede moldear percepciones y acciones. Desde celebraciones deportivas que inspiran euforia global hasta pánicos financieros que precipitan crisis de mercado, la evidencia es contundente, las emociones colectivas no solo configuran el ánimo de una comunidad, sino también su destino político y económico.


En el ámbito político, la dinámica es clara. Hemos visto cómo la indignación compartida alumbró la Primavera Árabe, movilizando a millones en las calles. También somos testigos de líderes que apelan deliberadamente al miedo o a la esperanza, diseñando discursos que “prenden” en un electorado predispuesto a sentir antes que a reflexionar. El riesgo más grave de esta estrategia es la polarización, cada bando alimenta su propia burbuja emocional, desaparece el espacio para el diálogo y la sociedad se fragmenta en recintos impermeables.


En el terreno económico, la psicología de mercado refleja el mismo fenómeno. La euforia lleva a la sobrevaloración de activos; el pánico, a ventas masivas e irracionales. Los analistas describen ciclos de “optimismo” y “pesimismo” que se retroalimentan, dando lugar a burbujas y crisis antes imposibles de prever. Comprender que estos procesos no responden únicamente a datos fríos, sino a pulsiones afectivas compartidas, ofrece una clave inédita para mitigar cataclismos financieros.


Frente a este panorama, tenemos un desafío urgente, aprender a gestionar las emociones colectivas. No se trata de manipularlas, sino de cultivar un espacio público que promueva la reflexión crítica y la inteligencia emocional. La educación, los medios responsables y la transparencia institucional pueden fomentar hábitos de consumo informativo que reduzcan la propagación de miedos infundados y discursos extremistas.


Asimismo, cada ciudadano desempeña un papel activo. Basta con detenernos un instante antes de compartir un mensaje alarmista, contrastar fuentes, tomar distancia de la inmediatez y recordar que, tras cada pantalla, hay personas con emociones. Esa pausa reflexiva puede interrumpir cadenas de viralidad tóxica y abrir paso a debates constructivos.


Las emociones colectivas funcionan, en última instancia, como el pulso de una sociedad, un latido compartido que revela su salud. Cuando celebramos un logro, esa alegría fortalece vínculos; cuando nos movilizamos por justicia, esa indignación legítima impulsa cambios; pero, mal enfocadas, pueden conducirnos al abismo de la irracionalidad.


“Las emociones nos despiertan a la vida, más si las dejamos sin rumbo, se vuelven tormentas que arrasan senderos y corazones”.


Hoy las noticias viajan más rápido que la luz; quizá lo más poderoso que podamos hacer sea aprender a frenar el estruendo de nuestras propias emociones, a respirar colectivamente y a reconstruir, con pausa y empatía, el latido de una sociedad más reflexiva y capaz de unir sus ritmos.


Nos leemos la próxima semana, si la reflexión sigue viva.

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