Cada elección cuenta
Por Ruben Dario GV
¿Se ha detenido alguna vez a pensar que, mientras decide entre café o té por la mañana, está tejiendo los hilos que unirán su presente con el mañana colectivo? Es en ese umbral (donde lo cotidiano roza lo trascendente) donde conviene permanecer unos minutos. Desde allí se alcanza a ver con mayor nitidez cómo una decisión mínima, repetida, termina por perfilar no solo la biografía individual sino el paisaje social en que todos vivimos.
La teoría del caos nos recuerda que un aleteo aparentemente insignificante puede producir efectos grandes y no lineales a distancia. La neurociencia, por su parte, nos habla de neuroplasticidad, los hábitos que cultivamos reconfiguran circuitos cerebrales y predisponen comportamientos futuros. Trasladadas al terreno social, estas ideas nos muestran que los cambios solitarios (pasar a la bicicleta, rechazar plásticos de un solo uso, informarse antes de compartir una noticia) no son actos aislados, sino pequeñas ondas que, al sincronizarse con las de otros, generan corrientes que transforman normas, mercados y cultura.
No se trata de un llamado moral vacío ni de un individualismo ingenuo. Recordemos a Rousseau y su contrato social, vivimos vinculados por acuerdos (explícitos o tácitos) que estructuran lo público. Hans Jonas añadió a esa reflexión un matiz decisivo, formuló lo que muchos han llamado un imperativo ético ecológico, la obligación de obrar con la vista puesta en la supervivencia y las condiciones de vida de las generaciones venideras. Pensar en el largo plazo (energía renovable, consumo responsable, equidad intergeneracional) no es un gesto noble aparte; es la técnica de conservación de aquello que nos permite seguir siendo comunidad.
La deliberación cotidiana es, por tanto, un arte práctico. Decidir bien exige información fiable, disposición al diálogo y la humildad de escuchar posiciones contrarias. Cada voto depositado, cada gesto de inclusión, cada rechazo a la desinformación suma o resta confianza (ese recurso frágil que sostiene instituciones, mercados y vínculos sociales). Cuando la acumulación de actos erosiona la confianza, lo público se resquebraja; cuando la suma de decisiones la fortalece, el espacio común se hace más habitable.
Hablar de impacto colectivo no exime la singularidad del acto. Hay decisiones íntimas (cuidar la salud, educar a un hijo, negarse a un rumor) que en su repetición modelan un tejido social más resistente. Y hay decisiones públicas (políticas, empresariales) cuyo efecto es más directo y urgente. Entender la correlación entre lo privado y lo público posibilita una ética de la responsabilidad compartida, no hay acción sin consecuencia ni consecuencia sin agente.
No pretendo proclamar un dogma. Ofrezco una invitación, hacer de la deliberación una práctica cotidiana. Antes de compartir una noticia, preguntar; antes de consumir, valorar; antes de votar, informarse. Pequeños actos, sostenidos, producen grandes diferencias. Esa es la ciencia de lo práctico y la filosofía de la convivencia.
“Asombroso es el poder de lo diminuto, decisiones humildes y repetidas que, como brasas encendidas, alumbran transformaciones colectivas de magnitud épica.”
Vivimos en una red de dependencias invisibles, cada elección, por mínima que parezca, suma o resta al destino común. Si aprendiéramos a medir el peso de nuestras elecciones y a deliberar con el bien colectivo en mente, estaríamos trazando con intención el rumbo de una sociedad más justa, próspera y sostenible. Ésa, estimado lector, es la mejor columna que podemos escribir juntos cada día.
Nos leemos la próxima semana, si la reflexión sigue viva. |