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Sábado 23 de agosto de 2025
La trampa de la indignación

Actualizado: 2025-08-18

La trampa de la indignación


Por Ruben Dario GV


Esta semana la sucesión de noticias (discursos incendiarios, contradicciones públicas y gestos de insensibilidad desde las más altas esferas) vuelve a recordarnos una verdad incómoda, la política moderna sabe leer el pulso de la miseria. No siempre se trata de programas bienintencionados ni de reformas profundas; muchas veces es, simplemente, la explotación deliberada de la frustración como combustible electoral. Convertir la pobreza en arma retórica no es un descuido, es una estrategia que cosecha lealtades y perpetúa dependencias.


El mecanismo es elemental y cruel. Primero, se siembra la indignación, se identifica un enemigo social (“las élites”, “los poderosos”, el pasado neoliberal) y se promete reparación inmediata. Eso moviliza, la rabia da claridad, el rencor concentra la atención y la esperanza se asoma como posibilidad. En ese instante la política se viste de justicia. Pero al bajar la mirada hacia los despachos y los balances, aparecen las sombras que desmienten la promesa, lujos oficiales, gastos opacos, redes de privilegio que conviven con la bandera de la austeridad.


Los programas sociales desempeñan aquí un papel doble. En la emergencia, alivian (y eso no debería menospreciarse), pero en el mediano plazo pueden funcionar como instrumento de control. Cuando la ayuda se condiciona a la fidelidad, la ciudadanía deja de ser sujeto de derechos para convertirse en clientela política. Quien recibe un apoyo siente, con razón, alivio; también siente miedo, sin ese gobierno, sin ese programa, ¿qué será de mí? Ese temor se transforma en un lazo que ata preferencias electorales y prolonga gobiernos que se alimentan precisamente de esa dependencia.


Mientras tanto, la economía real absorbe el costo, mayores impuestos, creciente deuda externa, presión inflacionaria. El efecto combinado hace que los apoyos (presentados como generosidades) pierdan poder real. Lo que parecía una ayuda, frente a la subida general de precios y la contracción del mercado laboral, resulta insuficiente y efímera. La pobreza no se erradica con dádivas condicionadas; se reproduce con medidas que no generan oportunidades sostenibles.


Peor aún la narrativa triunfalista polariza. Se construye un antagonismo social donde los “beneficiarios” y los “privilegiados” se miran como polos irreconciliables. En esa división se diluye la responsabilidad individual y política, en vez de diseñar políticas públicas que fomenten movilidad social, se promueve el resentimiento como motor de cohesión temporal. Así se erosiona el tejido cívico y se empobrece la deliberación pública.


Es necesario decirlo con claridad, la indignación no es por sí misma mala; es una poderosa señal moral cuando apunta a injusticias reales. El problema surge cuando la indignación se instrumenta, cuando se organiza para renovar un contrato político que, en la práctica, preserva privilegios y reproduce dependencia. Ese es el verdadero coste, no sólo la continuidad de la pobreza, sino la pérdida de autonomía ciudadana.


“Un político que enarbola la pobreza como estandarte y la administra como botín revela su indignidad, reduce la necesidad humana a estrategia, convierte la compasión en mercancía y, en el fondo, demuestra que su ambición no es servir sino sostenerse”.


La salida no pasa por cambiar nombres o multiplicar subsidios sin proyecto; exige un replanteamiento profundo. Transparencia radical en el manejo público, fiscalización ciudadana efectiva y rendición de cuentas son condiciones indispensables. Pero no bastan. Hace falta algo más ambicioso, políticas que generen trabajo digno, acceso real y universal a una educación de calidad, infraestructura productiva en territorios olvidados y mecanismos que fomenten la autonomía económica (desde microcréditos bien diseñados hasta asociaciones cooperativas y acompañamiento técnico).


La democracia se resiente cuando la política reduce su oferta a consuelo momentáneo. Recuperar la política como arte de lo posible implica restituir la capacidad de la ciudadanía para decidir sin miedo, para exigir resultados más allá del cheque o la promesa. Implica también recuperar la ética pública, que quienes gobiernan entiendan que la honra de administrar un país no es el beneficio momentáneo, sino el legado de instituciones robustas y oportunidades reales para las mayorías.


La resiliencia ciudadana se construye a partir de iniciativas locales, de organizaciones civiles que acompañen procesos productivos, de redes educativas que no dependan exclusivamente del calendario electoral. Si esas semillas prosperan, la basura de la retórica oportunista perderá terreno frente a proyectos con arraigo y continuidad. Para ello necesitamos no sólo indignación, sino también paciencia estratégica, herramientas de control y una ciudadanía que sepa transformar el alivio inmediato en exigencia de cambio verdadero.


Si no se despierta de esta trampa de indignación, seguiremos pagando con nuestra dependencia la factura de quienes prometieron la liberación. Y mientras eso ocurra, la promesa de justicia seguirá siendo, en demasiadas manos, sólo un discurso bien alimentado.


Nos leemos la próxima semana, si la reflexión sigue viva.

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